lunes, 20 de abril de 2009

Segundos

Desde hace dos años he estado ahorrando un promedio de un segundo por día en una caja que guardo en mi closet. La caja, hay que decirlo desde ya, aumenta su tamaño. Antes solía perder hasta tres segundos un día cualquiera y sin darme cuenta, tomado por sorpresa, con los ojos fijos en la ventana y la taza de café en la mano. Y, de pronto algo -un niño arrastrado por su madre hacia el colegio, una motocicleta tambaleándose con periódicos, un hombre que miraba histéricamente al suelo como si hubiera perdido las llaves del carro- había que me despertara. Entonces me daba cuenta de que mis dos o tres segundos se habían esfumado en el tiempo irrecuperable. Hasta que aprendí a atraparlos. El procedimiento, aunque sencillo, requiere dominar dos disciplinas, la distracción y la atención. Pongamos el caso más común, el de la taza de café petrificada en la mano débil por la modorra, todavía tatuada con las arrugas de las sábanas. Uno tiene la cara hinchada y siente que los ojos no son todavía herramientas de la mirada (la luz entra por las pupilas, pero el cerebro solo registra: mirá, luz!, pero no le da forma a nada) y se fijan en un terreno intermedio entre el cristal de la ventana y el aire que lo recubre. Es en ese instante que hay una suspensión, una especie de imbecilidad que los segundos aprovechan para huir. Entonces, uno, sin hacer gesto alguno ni evitar el bizco en los ojos, los sorprende con grito y ZAP!! Caen a la alfombra. Después, uno simplemente los recoge con el cuidado necesario, el índice y el pulgar, si es que uno ya ha readquirido la capacidad prensil perdida durante la modorra, y los almacena.


Decía que llevo dos años guardando un segundo al día. Los apilaba todas las mañanas, justo antes del primer cigarro. Abría la caja, metía la mano con el segundo, y la cerraba. Olvidé comentar que tanto la pizca del segundo, como su posterior depósito deben hacerse a ciegas: mirarlos significaría reintegrarlos al tiempo y perderlos para siempre. No se debe, siquiera, verlos caer tras el grito. Eso lo supe desde casi el principio: al guardar el segundo segundo, me detuve a echarle una ojeada al primero (que era en realidad el cuarto atrapado, pero el primero en ser localizado en la alfombra) y desapareció. Cometí entonces la impericia de voltear a ver si todavía tenía el segundo segundo entre los dedos y también se esfumó. Así que, al quinto día de tratar de ahorrar tiempo, estaba como al principio: con nada. Pasé varías noches insomne recapacitando sobre mi técnica. Y decidí que, durante el frito, debía guardarse la suspensión de la mirada como si fuera un asunto de vida o muerte y, después, hurgar la alfombra con los ojos cerrados y, de igual manera, caminar de regreso al cuarto, abrir la puerta del closet, tantalear en busca de la caja, abrirla y posar el segundo en el fondo. Excuso decirles la cantidad de moretones en las rodillas y golpes entre los dedos del pie, me ha reportado la técnica del ciego, pero no me arrepiento. Con cada nuevo día, digo, la caja aumenta de tamaño.


Hoy, tras dos años de esfuerzos, a una hora de la mañana cuya naturaleza no es habitualmente productiva, he logrado ahorrar casi doce minutos. La caja es doce veces más grande que al principio. Ustedes podrán argumentar que es muy poco para tantas angustias. No lo es. Yo fumo casi una cajetilla diaria desde los 16, y sin caer en alarmismos, supongamos que cada cigarro en el cenicero representa un segundo menos de vida. Eso quiere decir que he perdido día y medio! Si sigo acopiando con el ritmo que me he autoimpuesto, pienso que en 10 años más, habré recuperado el día y medio perdido desde hace 5. Ustedes, suspicaces, dirán que, ya para entonces habré perdido otro día y medio a base de jalones hasta el filtro, y tendrán razón. Pero seguiré ahorrando. Es mejor ganar un día y medio que perder cinco días completos, estarán ustedes de acuerdo (asientan con sus cabecitas).


Pero imagínense el día que, presintiendo la muerte, vaya yo hasta el famoso closet por la caja del acopio. Entonces, la abriré y miraré, pausadamente (con la lentitud que solo permite un segundo) mi tiempo ahorrado. Sumará un día y medio extra. Podré dotar a cada uno de ellos de una particular caracterización en su cacería, cierta diferencia inexpugnable en su textura en la alfombra, de cierta resistencia imperceptible entre los dedos, de un sonido inaudible al caer al fondo de la caja. Y tendré un día y medio. Pero ustedes, crueles como son, argumentaran que yo habré muerto día y medio antes de ese momento. Y tendrán razón. Pero los doce segundos han desaparecido: al describirles mis segundos los he reintegrado al tiempo ahora mismo, mientras escribía esto. La caja en expansión constante habrá desaparecido. Había estrellas, planetas, vidas ahí dentro? Si, eso es lo que supongo. Acaso adoraban ahí adentro a un dios del tiempo que les creó, alguna vez, de la nada, del principio de una enésima de segundo. Quizás dentro de la caja sin mirar existían estos pequeños seres que diariamente hacían rituales para detener el tiempo, circularlo, tenderlo sobre una línea recta hacia una meta o, simplemente, fumaban en silencio, garabateando cálculos, pensando en su propio inicio y en un posible final. Ahora, mientras los escribía, ha desparecido. Y ustedes, inocentes como son, los han consumido conmigo sin darse cuenta, tomados por sorpresa, perdiendo un tiempo que, en quince años, encontraran irrecuperable.

1 comentario:

Anónimo dijo...

buenísimo René!! te felicito :D